Carlos Marx y Federico Engels
170 Aniversario del Manifiesto Comunista
EL MANIFIESTO: UN LATIDO DE MARX
Higinio Polo
Cuando Karl Marx
escribe, junto con Engels, el Manifiesto del Partido Comunista, en el lejano
1848, ni siquiera ha cumplido treinta años, y su amigo apenas veintisiete. Lo
escriben por encargo de la Liga de los Comunistas, el nuevo nombre de la Liga
de los Justos, y ninguno podía imaginar que aquel folleto de apenas treinta
páginas iba a convertirse en uno de los textos políticos más influyentes de la
historia de la humanidad. Se publica en febrero de 1848 (hace ahora ciento
setenta años, en otro aniversario que se nos acumula al bicentenario de Marx) y
conserva su frescura, su actualidad, pese a los vertiginosos cambios en el
mundo: el propio Marx escribió, veinticinco años después de su publicación,
para la edición alemana de 1872, que algunos puntos deberían ser retocados
debido al “desarrollo colosal de la gran industria en los últimos veinticinco
años”. El Manifiesto fue un texto de propaganda, sin la profundidad de otras
obras teóricas de Marx y Engels, pero mantiene su energía, pese a los anuncios
de los sepultureros del comunismo, que esparcen el espanto de la resignación a
la explotación y la injusticia: la sombra de Marx es alargada.
Engels, más de
cuarenta años después de su publicación, escribe que el Manifiesto sigue siendo
“el programa común de muchos millones de obreros de todos los países, desde
Siberia hasta California”, y, más de un siglo después de sus palabras, su
proclama final nos acompaña y nos refuerza, aunque los altavoces académicos y
los centros de pensamiento y elaboración burgueses despachen con suficiencia
las ideas del texto de Marx y Engels. Sus aportaciones siguen siendo
relevantes: desde la noción de la historia humana como la historia de la lucha
de clases, hasta la propuesta de abolición de la propiedad burguesa, pasando por
el internacionalismo (“los obreros no tienen patria”), y acabando en un escueto
programa que contempla la expropiación de la propiedad territorial, impuestos
progresivos, una banca y medios de transporte en manos del Estado, educación
pública y gratuita, empresas estatales, así como la obligación universal de que
todos trabajen, aboliendo el trabajo infantil en las fábricas. Hoy, ese afán
todavía no se ha conseguido: doscientos cincuenta millones de niños trabajan en
el mundo, soportando la esclavitud, la trata, el trabajo forzoso por unas
monedas, tareas domésticas e incluso el trabajo en las minas, labores
peligrosas e insalubres, porque el capitalismo realmente existente en el mundo,
dotado de la aureola de modernidad, sigue sometiendo a buena parte de la
humanidad a una vida miserable.
Los laboratorios
ideológicos del liberalismo nos vendieron que los “dividendos de la paz”, tras
el desmantelamiento de la Unión Soviética y de la Europa socialista, traerían
una nueva época de prosperidad, ligada al desarrollo científico y técnico, y
que la robotización incluso iba a hacer menos necesarios a los trabajadores en
las fábricas y empresas: la clase obrera iba a convertirse en un recuerdo del
pasado. Ha disminuido, sí, la importancia del trabajo obrero mientras aumenta
la importancia de la maquinaria, pero nunca ha habido en el mundo tantos
millones de obreros industriales, y la prosperidad y la justicia siguen siendo
un sueño de desposeídos. Olvidadas las mentiras, las ansias frenéticas de
beneficios de empresarios sin escrúpulos, de alma esclavista, han llevado a una
reducción generalizada de los salarios, han martirizado la vida, han convertido
el futuro en un pozo negro de desdicha: en Estados Unidos ha pasado a ser un
lugar común la idea de que los jóvenes vivirán peor que sus padres, y en
Europa, el ataque despiadado a la existencia material de los trabajadores deja
a la intemperie a millones. Muchos, ni siquiera pueden alquilar una vivienda,
aunque tengan trabajo, y empieza a ser habitual el obrero precario, el
trabajador temporal que debe alquilar una habitación porque ni siquiera puede
pagar un pequeño apartamento; se ha convertido en común el joven que debe vivir
en las grietas del sistema, por esa “flexibilización” del trabajo que no es más
que el retorno a la indefensión obrera del pasado, a las décadas sombrías sin
sindicatos, a la soledad proletaria ante las imposiciones del patrón. Han
impuesto a los trabajadores el miedo al desempleo, a una vida sujeta al temor
del mañana.
Oficiando de
enterradores del movimiento comunista, los portavoces del capital recuerdan el
colapso de la Unión Soviética (aunque ocultan la traición del bosque de
Belavezha, y el golpe de Estado de Yeltsin en 1993), insisten en la desaparición
de la clase obrera, lanzan interesadas profecías sobre el fin de la lucha de
clases. La desaparición de la Unión Soviética y de los países socialistas
europeos marcó el inicio de la revancha sobre los trabajadores, el comienzo de
la liquidación de muchas conquistas y derechos, un nuevo programa de dominación
imperialista. El lenguaje falsario del capitalismo se disfraza ahora de
“economía colaborativa”, de “flexibilidad laboral”, de nuevas formas de
trabajo, pero sus mentiras apenas esconden la vieja jerga de la explotación
humana. Pagando salarios miserables, forzando a la transfusión de los escasos
recursos de las familias hacia los patrones del sistema por la vía de las
hipotecas, del aumento de impuestos, de la reducción de garantías sociales, de
las privatizaciones parciales de la sanidad y la enseñanza, además de la
especulación desenfrenada de todo tipo de necesidades sociales, el vampiro
capitalista profundiza en el ataque a los sindicatos, a su capacidad para
negociar, imponiendo salarios que están en el límite de la subsistencia, como
si estuviésemos en las sucias fábricas victorianas del siglo XIX.
Mientras se reducen
los salarios en buena parte de los países capitalistas, y el sistema actúa sin
freno, especulando con la vida y los recursos del planeta, poniendo en riesgo
el futuro, los trabajadores parecen perdidos en la áspera y solitaria
modernidad, atrapados en espejismos nacionalistas y en efímeras organizaciones
vagamente progresistas, como si no necesitásemos impugnar de raíz el capitalismo.
Sin embargo, los trabajadores precisan de sindicatos fuertes, necesitan
partidos comunistas, porque generando crisis tras crisis, el capitalismo lleva
en sus entrañas la explotación y la infamia, la destrucción, aunque no podamos
celebrarlo porque una de las hipótesis de futuro es que se destruya a sí mismo,
aniquilando también la vida en el planeta.
Aunque el Manifiesto
Comunista pecase de optimismo sin prever la capacidad de supervivencia del
capitalismo, sigue teniendo una evidente actualidad; pese a que los mecanismos
de explotación capitalista se han sofisticado y los instrumentos de dominación
han hecho creer a legiones de trabajadores que su lugar está con quienes les
explotan, las páginas de Marx y Engels siguen siendo imprescindibles. Hoy,
además, añadimos a las propuestas del manifiesto la cuestión central del
feminismo, y el riesgo de quiebra ecológica, desde una perspectiva más planetaria,
ya no centrada en Europa como en los años de Marx. Si el movimiento comunista,
la lucha por el socialismo, ha sufrido dolorosas derrotas, no es menos cierto
que el capitalismo no sólo sigue mostrándose incapaz de asegurar un porvenir
digno para la humanidad sino que amenaza con destruir el planeta. Porque todos
los derechos de los trabajadores, todas las conquistas democráticas, todos los
logros en el camino de la igualdad de las mujeres, nacieron de la lucha obrera,
donde las mujeres desempeñaron un papel fundamental, con frecuencia olvidado;
nacieron del impulso de la revolución bolchevique, de la fortaleza conseguida
tras la victoria sobre el fascismo en 1945, que trajo también el fin de la
ignominia colonialista.
Doscientos años
después del nacimiento de Marx, y ciento setenta del Manifiesto Comunista,
sabemos que esas páginas pusieron en el centro de todas las miradas la
evidencia de la explotación, marcaron un impulso por la justicia que está en el
origen de los cambios en el mundo contemporáneo, señalaron una sorprendente
previsión para prever la evolución del capitalismo, y para combatir la apatía
de quienes, en palabras de Brecht, “viendo acercarse ya las escuadrillas de
bombarderos del capitalismo” se resignan. Ahí está el Manifiesto, en cada gesto
digno, en cada rebeldía. Por eso, sin duda, Gabriel Péri, comunista francés
fusilado por los nazis, recordaba, en la víspera de su asesinato, las palabras
de Paul Vaillant-Couturier: el comunismo es la juventud del mundo.
(Publicado en “Mundo Obrero”, de España, y
reproducido en el Boletín digital REBELIÓN, 03/ 03/ 2018).